El descubrimiento ocurrió una mañana cualquiera, cuando el escritor —que llevaba semanas buscando la metáfora perfecta— encontró, en una esquina olvidada de su escritorio, un archivo llamado simplemente texto_plano.txt. Lo abrió sin expectativa alguna, convencido de que sería otro borrador sin rumbo. Pero lo que vio era… nada. Un vacío impecable. Un blanco tan blanco que parecía iluminado desde dentro. Y sin embargo, al desplazar el cursor, el archivo emitió un leve temblor, como si estuviera respirando. El escritor recordó entonces una teoría que había inventado la noche anterior (o quizá hacía veinte años, nunca estaba seguro de sus propias cronologías): lo plano nunca es plano; es apenas una pausa en la tridimensionalidad. Y en la blancura del archivo, algo comenzaba a plegarse, como un papel que aprende a ser origami por iniciativa propia. De pronto surgió una frase, tímida pero firme: “Este texto se escribe solo.” La frase lo miró —si es que las frases pueden mirar— con la inso...
La invitación especificaba que la hora del té era, en realidad, la hora de la transparencia. Al llegar a la mansión de los Esperantos, Ariel notó que las tazas no contenían infusión, sino un eco de voces antiguas que subía en forma de vapor. La anfitriona, una mujer cuyo vestido parecía tejido con telarañas y luz de luna, le pidió que no se moviera. Con un gesto ceremonial, ella comenzó a recortar la sombra de Ariel utilizando unas tijeras de jardín. A medida que la sombra era separada del suelo, Ariel sentía que su cuerpo se volvía liviano, casi gaseoso, hasta que pudo ver a través de sus propias manos el diseño de la alfombra persa. —Ahora es usted libre de la gravedad de los recuerdos —susurró ella, mientras guardaba la sombra en una caja de música. Ariel intentó responder, pero de su boca solo salió el canto de un jilguero que voló directamente hacia el cuadro de un paisaje invernal, instalándose para siempre entre las ramas de un pino pintado. En el salón quedó un silencio abso...