El descubrimiento ocurrió una mañana cualquiera, cuando el escritor —que llevaba semanas buscando la metáfora perfecta— encontró, en una esquina olvidada de su escritorio, un archivo llamado simplemente texto_plano.txt. Lo abrió sin expectativa alguna, convencido de que sería otro borrador sin rumbo.
Pero lo que vio era… nada. Un vacío impecable. Un blanco tan blanco que parecía iluminado desde dentro. Y sin embargo, al desplazar el cursor, el archivo emitió un leve temblor, como si estuviera respirando.
El escritor recordó entonces una teoría que había inventado la noche anterior (o quizá hacía veinte años, nunca estaba seguro de sus propias cronologías): lo plano nunca es plano; es apenas una pausa en la tridimensionalidad. Y en la blancura del archivo, algo comenzaba a plegarse, como un papel que aprende a ser origami por iniciativa propia.
De pronto surgió una frase, tímida pero firme: “Este texto se escribe solo.” La frase lo miró —si es que las frases pueden mirar— con la insolencia de las criaturas que saben que han nacido antes que su autor. Él intentó intervenir, corregir, añadir una coma. Imposible: cada tecla que tocaba era reemplazada por otra palabra, inesperada, airaesca, digresiva al extremo.
Comprendió entonces que el archivo no contenía texto plano, sino texto en fuga, texto que huía de la obediencia y aspiraba a una vida autónoma. Y en un gesto que ni él mismo entendió, cerró la ventana sin guardar cambios.
Porque algunos relatos —pensó— necesitan seguir escribiéndose solos, lejos de cualquier lector.
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