Ah, mirá vos. El texto plano. Siempre fue un tema peliagudo, ¿no es cierto? Una de esas cosas que te dejan con el gesto a medio hacer, como si hubieras estado a punto de decir algo genial y de golpe se te hubiera caído el barrilete. No es que el texto fuera malo, no. El plano, digamos, tiene su... su honestidad brutal, qué sé yo. Pero ahí está el asunto, justo ahí, donde el plano se empecina en ser solo eso, plano. Vos te sentás, ponés los dedos sobre el teclado —esas teclas que suenan a destiempo, a máquina de escribir vieja, ¿te das cuenta?— y esperás el clic, el salto, la irrupción de otra cosa. Pero no. El texto plano es como un piano sin octavas, un tango sin bandoneón, un rayuela sin la casilla nueve, la del Cielo, bah. Y claro, a mí me pasa, me despasa, que busco la voluta, la curva de la tipografía que te guiña un ojo, la bastardilla con un poco de picardía, esa cursiva que parece haber salido corriendo de la página. Pero el Texto Plano no negocia. Es un muro sin graffiti, un...